«The Dark Side of the Moon», de Pink Floyd, cincuenta años después
Desde las composiciones hasta el sonido y la temática existencial, el octavo álbum de la banda inglesa se convirtió en un trabajo sublime que impacta aún hoy.
Media humanidad no había nacido aún cuando estos locos en serio bautizados Pink Floyd ya sobrevolaban el lado oscuro de la Luna. Al 1° de marzo de 1973, cincuenta años justos atrás, corresponde la primera edición de ese disco seminal, troncal, que alucinaría a buena parte de ese mundo que ya había nacido: The Dark Side of the Moon. Volver a escucharlo ya, ahorraría verba (cualquiera de sus temas vale más que mil palabras), pero si hay que hacerlo, lo difícil es jerarquizar. Empezar a contarlo. ¿Empezar por dónde? ¿Por qué?
Tal vez el dato capitalista y salvaje más relevante sea que se trata de uno de los discos más vendidos de la historia. Las cifras a la fecha dan casi cincuenta millones de unidades vendidas, en todos los formatos y soporte posibles, a lo largo y ancho mundo. Pero el otro dato capitalista y salvaje es que una venta así, tan masiva, no implica necesariamente una buena obra. La música no se transforma en “buena o mala” según lo que venda, dicho de otro modo.
No amerita ubicar su éxito comercial -más allá de lo que la obra ha representado para las arcas de banda, sello, y etcéteras- en el vértice superior de la jerarquía. Hay otras dimensiones. La del sonido es incontrastable, obvio. Aún hoy, medio siglo después de su parto, el octavo trabajo de Pink Floyd sigue sonando impecable. Más que impecable, sublime. Y claramente es este otro de los motivos de su pervivencia. El plafón ideal, además, para que la sinergia sónico-existencial de un trabajo riquísimo en exploraciones ocupe un lugar más importante en la jerarquía de virtudes que las ventas en el mercado. O su posicionamiento en rankings.
Esa sinergia que puso como nunca antes en la historia loops, sintes, crossfades y mezclas cuadrofónicas al servicio no del hedonismo (aunque esa metáfora de la muerte que representa “The Great Gig in the Sky” haya sido elegida como la pieza preferida para hacer el amor) sino de un universo existencial bravo, duro, marcado por la locura, las angustias, las estelas ácidas y trastornadas de Syd Barrett que los miembros de la banda aún no habían podido sublimar con sus músicas. El diamante loco no solo brilla con su luz oscura en “Brain Damage”, sino también en otro hallazgo psicodélico de Dark Side…: la extraordinaria, alucinada y bifocal “Any Colour You Like”.
Hacia ese tipo de vacío giró Roger Waters, en estado de gracia compositiva entonces –desde Atom Heart Mother, al menos— y no había otra que volcar tal sensación, no en piezas individuales conectadas por un disco, sino en una obra conceptual, holística, orgánica, porque pese a que cada pieza tienen su valor intrínseco por separado, también configuran juntas una noción de música total pocas veces rastreable en la historia del género.
En lo temático y en lo compositivo. Y en lo horizontal de la creación, además, algo que se iría diluyendo hasta implosionar en The Final Cut, ese disco solista de Waters disfrazado con el nombre del grupo.
Sonido sobrehumano y sinergia sónico-existencial no se hubiesen lucido de no haber sido por el tercer factor de la jerarquía: el valor intrínseco de las composiciones. Todas, juntas o por separado, implican un viaje de aquellos entre la Tierra y el espacio sideral. Interconectadas o no, resultan perlas, algo complejo de lograr, también. Incidió fuerte que el grupo haya tocado varias de ellas muchas veces en vivo antes de entrar a grabarlas -caso el show del 20 de enero de 1972 en el Brighton Dome-, pero mucho más han gravitado la lucidez de Waters al momento de crear y la receptividad estética entonces intacta de la tríada David Gilmour- Richard Wright- Nick Mason para dejarse imbuir por esos climas. Y actuar en consecuencia, claro. No solo en la ejecución sino en aportes creativos de majestuosidad insoslayable a cargo del colectivo. Por caso, el de Wright y su bellísimo solo de piano en “Us and Them”. El de Mason, hacedor de la mayoría de los efectos de sonido de Pink, en “Speak to Me”. El de Gilmour y su solo inclemente al paso del tiempo en “Money”, o el steel guitar en “Breathe”.
Fuente: Nueva Rioja