«Granizo», con Guillermo Francella: costumbrismo rancio y televisivo
El director Marcos Carnevale retrata una dinámica familiar digna de aquel cine argentino que parecía haberse ido con el milenio pasado.
Intérpretes: Guillermo Francella, Romina Fernandes, Peto Menahem, Eugenia Guerty, Martín Seefeld y Norman Briski.
Estreno en Netflix.
Hace poco más de 15 años, cuando el DVD todavía era una realidad, a través de ese formato llegó a las bateas argentinas The Weather Man: El sol de cada mañana, en la que Nicolas Cage interpretaba a un meteorólogo harto de serlo. Por los maltratos constantes ante sus pifies (en la primera escena le revolean un milk shake en la cara) y el descreimiento en su oficio, pero también porque, como dijo el crítico Horacio Bernades aquí, el tipo no tenía idea dónde estaba parado. Nueva producción nacional de corte netamente industrial realizada por Netflix, Granizo funciona inicialmente como el reverso de The Weather Man, pues Miguel Flores (Guillermo Francella) lleva veinte años como meteorólogo y parece el hombre más feliz del mundo. Hasta que omite una tormenta, y entonces se desata la crisis. Claro que la película de Marcos Carnevale (Viudas, El fútbol o yo, la inmirable Corazón loco) no es una oda a la depresión existencial, como su prima estadounidense, sino un drama con tintes de comedia (o comedia salpicada de drama). Lo que implica, claro, un camino de descubrimientos con olor a redención.
Granizo arranca con Flores vocalizando frente al espejo de su casa en vísperas de lo que será su debut como conductor del primer show meteorológico (¿?) en el prime time de la televisión argentina. El público confía ciegamente en sus interpretaciones de vientos y presiones atmosféricas, como demuestra el vecino (Pompeyo Audivert) que le pregunta si esa noche puede dormir el perro afuera o la portera que aguarda su visto bueno para colgar “veinte kilos de ropa”. La confianza excede a quienes lo conocen. Una de las subtramas está centrada en uno de sus fanáticos, un taxista (Peto Menahem) que toma cada una de sus palabras como verdades y vive con su esposa (Eugenia Guerty) y el padre de éste (Norman Briski) bajo una dinámica familiar digna de aquel costumbrismo rancio y televisivo que parecía haberse ido con el milenio pasado.
Lo peor no es que griten, ni que hablen con un tono falsamente barrial, ni que exageren sus movimientos físicos como si estuvieran en un teatro y debieran ser vistos desde la fila 34. Lo peor es el patetismo que Carnevale –que filma con su habitual impronta despersonalizada, siempre optando por una puesta en escena básica y carente de vuelo– le dispensa al conjunto en general y al personaje de Briski en particular, a quien pone en una silla de ruedas, le coloca sondas de oxígeno en la nariz y lo hace revolear comida en la mesa como si fuera un niño malcriado o un remedo tardío de La nona, el personaje a cargo de Pepe Soriano en la película homónima de 1979.
El asunto se complica para Flores cuando, en el cierre del programa, diga que será una noche tranquila y apacible. Horas después, un brutal temporal con granizo y lluvias deja a la Ciudad de Buenos Aires en ruinas -como dicen en cameos haciendo de sí mismos Luis Novaresio, Antonio Laje, Marcelo Polino y María O’Donnell– y a Flores, como paria buscado para su lapidación pública. Marginado de su flamante show por el jefe del canal (Martín Seefeld) y reemplazado por una secretaría (Laura Fernández) que copia estilo de vestuario y el perrito de Reese Witherspoon en Legalmente rubia, el meteorólogo busca refugio en Córdoba, donde vivió durante décadas y tiene una hija con la que no se lleva precisamente bien.
Allí empezará, entonces, un doble camino paralelo de ascenso, en tanto debe saldar sus cuentas con el pasado y con el presente, permitiéndole al guion de Nicolás Giacobone (habitual colaborador del mexicano Alejandro González Iñárritu) y Fernando Balmayor puntear las cuerdas emotivas más habituales en los relatos donde la sanación asoma como norte ineludible. Una sanación con forma de reconciliaciones y un acierto meteorológico, basado en cualquier cosa menos rigor científico, tan inverosímil como sus consecuencias.